Aceras vencidas, aguas negras y promesas muertas conviven en Monterrico Primero, donde la desidia municipal ya echó raíces profundas.
Por Valentina Garcia
En Monterrico Primero, una urbanización de nombre elegante y destino marchito, la intersección de la Calle 10 con la Calle 3 ha dejado de ser punto de encuentro para convertirse en símbolo inmóvil del abandono.
Lo que alguna vez fue un tramo de esperanza urbana —calles con nombre, casas con jardín, vecinos con sueños— ahora parece parte de una novela de realismo sucio, de ésas en las que la miseria no es narrada sino vivida. Las aceras, como esqueletos de concreto, se asoman entre el monte que crece libre. No hay quien las repare ni quien las reclame. El contén, donde antes se sentaban niños con helados, es ahora el trono de la basura apilada, del plástico sin dueño y del hedor que llega antes que el sol cada mañana.
Las aguas residuales, esas venas podridas que serpentean por la calle, no necesitan permiso para cruzar. Lo hacen con total libertad. No hay canaleta ni zanja que las guíe. Son las dueñas del barrio. Los niños esquivan charcos como quien esquiva minas; los adultos caminan rápido, no por prisa sino por vergüenza. Y las enfermedades —esas otras vecinas— ya no se anuncian, solo se quedan.
“Ya no sabemos si es que no pueden o simplemente no quieren”, dice Domingo Genao, un hombre con la mirada cansada y los zapatos manchados de barro seco. Su queja, aunque justa, suena resignada. “Hemos enviado cartas, hemos hecho videos, hemos llamado a la prensa… Nada. Aquí no pasa nada.”
La gente de Monterrico Primero ha aprendido a vivir con la indiferencia. El nombre del alcalde, Eddy Báez, circula en las conversaciones como una sombra, como una promesa que nunca llegó. Dicen que una vez visitó la zona, que incluso sonrió para una cámara con fondo de esperanza. Pero los vecinos no quieren fotos, quieren concreto.
La situación no solo es una bofetada a la estética urbana, sino una amenaza para la salud pública. Hay quienes han enfermado por el contacto constante con el agua estancada, con los mosquitos, con el olor. Las clínicas cercanas reciben niños con infecciones cutáneas, adultos con problemas respiratorios, ancianos con la piel marcada por el abandono.
Y sin embargo, a pesar del deterioro, la comunidad resiste. Como en las mejores páginas de Macondo, hay un hilo invisible de dignidad que los mantiene de pie. Algunos limpian lo que pueden, otros improvisan pasarelas con pedazos de madera. Las mujeres riegan cloro en las aceras rotas, los hombres rellenan los huecos con piedras. Un barrio que se rehace a sí mismo mientras espera, siempre espera.
Porque Monterrico Primero no se ha rendido. Cada amanecer, entre la humedad y la basura, nace una nueva queja, una nueva súplica, una nueva esperanza maltratada.
Y mientras no llegue la brigada con palas, cemento y compromiso, seguirán allí, cruzando esa esquina rota que más que una intersección, es ya una herida abierta en el rostro de Santiago Oeste.
Una herida que sangra agua sucia, pero también dignidad.