La trocha del olvido que partió el alma del bosque
Por Valentina Garcia
Aquel mediodía, cuando el sol calcinaba las hojas secas del bosque, el buldócer rugía con la furia de una bestia desbocada. Cortaba la tierra como si buscara las entrañas del monte, abriendo una herida larga y polvorienta en la piel de la reserva forestal Alto Mao y el Parque Nacional Armando Bermúdez. Pero la tierra, que guarda la memoria de siglos, no se deja profanar sin consecuencias.
Fue entonces cuando los guardaparques, envueltos en el silencio solemne de la selva, irrumpieron como centinelas de lo sagrado. Detuvieron las máquinas que devoraban la vegetación y sellaron el destino de una carretera que nunca debió nacer. El viceministro de Áreas Protegidas, Carlos Batista, con la serenidad de quien entiende el peso de su responsabilidad, confirmó que la obra no solo carecía de estudios de impacto ambiental, sino que violaba flagrantemente la Ley 64-00 sobre Medio Ambiente y la Ley 202-04 de Áreas Protegidas.
—Esta carretera es un atentado contra la naturaleza —dijo Batista, con la gravedad de quien anuncia una sentencia irrevocable—. No solo viola las leyes, sino que también amenaza el equilibrio hídrico de la isla.
El proyecto, nacido en la sombra de intereses privados, pretendía unir las provincias de Santiago Rodríguez y San Juan, atravesando el alma misma del parque que nutre las aguas de los ríos Yaque del Norte y Yaque del Sur. Una brecha de polvo y destrucción que, de concretarse, dividiría en dos el corazón del bosque y pondría en peligro la fuente de vida de millones de dominicanos.
El eco de los ecologistas
Mucho antes de que el buldócer comenzara su danza de destrucción, las voces de los ecologistas ya resonaban como advertencias en el viento. Alertaban que la obra, disfrazada de camino vecinal, amenazaba con devorar zonas clave del Parque Armando Bermúdez, en el norte, y del Parque José del Carmen Ramírez, en el sur. Las raíces del bosque, guardianas milenarias del agua y la vida, temblaban ante la inminente invasión.
Pero esas voces, como suele ocurrir en tierras donde el poder se disfraza de progreso, fueron ignoradas hasta que la realidad se volvió ineludible. El buldócer ya había arañado demasiado profundo, y la herida necesitaba ser cerrada antes de que el daño fuera irreversible.
El senador y la “trocha” del engaño
En el trasfondo de esta historia, como un fantasma que se niega a desaparecer, aparece el senador de Santiago Rodríguez, Antonio Marte. Con palabras que se deslizan como serpientes entre las piedras, Marte insiste en que la obra no es más que una "trocha", una senda humilde para conectar comunidades olvidadas. Una excusa tan delgada como la bruma que cubre las montañas al amanecer.
—Es solo un camino para motocicletas, nada más —aseguró el senador, mientras las raíces cortadas de los árboles gritaban otra historia.
Pero los rumores, como el viento que serpentea entre los pinares, traen consigo verdades difíciles de ocultar. Una fuente cercana a los hechos reveló que el millón de pesos que Marte donó, supuestamente para habilitar caminos vecinales, habría terminado alimentando las entrañas del proyecto ilegal. El dinero, como el agua que se escapa entre los dedos, tomó un rumbo que nadie quiso admitir.
La última palabra de la selva
Mientras los técnicos del Ministerio de Medio Ambiente levantan informes para medir el daño infligido y preparan acciones legales contra los responsables, el bosque, en su silencio ancestral, aguarda. La selva sabe que la memoria de la tierra es más larga que la ambición de los hombres y que, tarde o temprano, la justicia de la naturaleza se impone.
El Parque Nacional Armando Bermúdez, que guarda en sus entrañas el latido de los ríos y el susurro de las hojas, ha ganado esta batalla. Pero las cicatrices de la trocha del olvido aún laten bajo la superficie, recordando que la lucha por proteger lo sagrado nunca termina.