En un domingo de fuego y ceniza, la Antigua Orden Dominicana desató una tormenta en busca de respuestas, solo para encontrarse con el eco de las balas y el llanto de los invisibles.
Por Valentina Garcia
El sol apenas había cruzado el umbral del mediodía este domingo 30 de marzo cuando una procesión de hombres y mujeres, herederos de un celo ancestral, descendió como una oleada sobre los polvorientos caminos de El Hoyo de Friusa, en la provincia de La Altagracia. Al frente, con estandartes que el tiempo había deshilachado pero no vencido, marchaban los miembros de la Antigua Orden Dominicana, un grupo que enarbolaba la causa de proteger las raíces de la patria. Su destino era Mata Mosquitos, un barrio que, según rumores de voces olvidadas, servía de refugio a haitianos sin documentos, seres invisibles atrapados entre dos mundos.
Pero este día, el aire traía consigo algo más denso que la bruma del Caribe: una inquietud ancestral que flotaba sobre las calles de Friusa. Los manifestantes, con pasos que parecían resonar como tambores de guerra, se encontraron con un muro de uniformes y miradas de acero. Los hombres del orden, comandados por la Policía Nacional y el Ejército, aguardaban en silencio, como si la historia misma los hubiese convocado para repetir un destino que nadie quería recordar.
—No pueden pasar —advirtió Diego Pesqueira, vocero de la Policía, con voz seca como el viento que levantaba polvo en la avenida. La manifestación, según explicó, carecía de autorización para cruzar hacia los laberintos de Mata Mosquitos, donde las sombras de una frontera sin líneas palpables marcaban territorios invisibles.
La tensión, como un presagio no dicho, se desbordó en un instante de fatalidad. Las palabras se ahogaron en el humo de las bombas lacrimógenas, que brotaron como serpientes invisibles. El agua de los camiones, lanzada con la furia de una tormenta inesperada, desdibujó los rostros y apagó las consignas. Gritos, carreras y el eco de pasos desesperados resonaron en las calles mientras el cielo parecía inclinarse sobre la tierra, testigo mudo de una historia que se repetía.
Muchos fueron arrestados. Otros se dispersaron, llevando consigo el agravio de un sueño truncado. Los que quedaron en pie, con ojos llenos de ceniza y rabia, denunciaron la brutalidad de los cuerpos castrenses, acusándolos de sepultar la voz de quienes buscaban ser escuchados.
La Antigua Orden Dominicana, que había iniciado su peregrinaje desde la intersección de la avenida 27 de Febrero con la Máximo Gómez, en Santo Domingo, llegó a Friusa con la esperanza de un diálogo, pero encontró un silencio cargado de pólvora. Ahora, en las esquinas donde el polvo aún no se ha asentado, resuenan preguntas que nadie se atreve a formular: ¿es posible contener el río de la historia cuando sus aguas se desbordan? ¿Hasta cuándo seguirá latiendo el pulso inquieto de una patria dividida entre el miedo y la memoria?
Los disturbios, como presagios escritos en la arena, dejaron una marca indeleble en Friusa. Pero más allá del humo y la confusión, quedó flotando una certeza ancestral: la historia nunca abandona del todo a quienes se atreven a evocarla.