La violencia en el discurso político crece, moviliza votantes y refuerza liderazgos autoritarios. ¿Es un recurso estratégico o un signo de debilidad?
Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre un fenómeno inquietante en la sociedad occidental actual: la agresividad política parece correlacionarse, en ciertos casos, con un aumento de la popularidad de algunos líderes. Este hecho desafía las concepciones tradicionales de la política como espacio de diálogo, negociación y consenso, y plantea interrogantes fundamentales sobre la naturaleza del poder y la ciudadanía.
En su ensayo Sobre la violencia (1970), Hannah Arendt establece una distinción fundamental entre poder y violencia, clave para analizar el ascenso de líderes populistas y el uso sistemático de la agresividad en la política y los medios. Para Arendt, el poder reside en la acción concertada, en la capacidad de los individuos para actuar juntos y alcanzar objetivos comunes. En cambio, la violencia es un recurso utilizado cuando el poder fracasa. Desde este enfoque, el poder genuino nace del consenso y la cooperación, mientras que la violencia es un signo de debilidad: una confesión de que el consenso ha fallado. Así, la agresividad política y la incitación a la violencia pueden interpretarse como intentos de compensar la falta de poder real y la incapacidad de generar apoyo a través del diálogo y la persuasión.
En el caso de los líderes populistas, que a menudo carecen de un programa político coherente y de una base de apoyo estable, la violencia se convierte en un sustituto del poder legítimo. La retórica agresiva, la demonización del adversario y la creación de un clima de miedo y hostilidad movilizan a los sectores más polarizados de la sociedad y compensan la ausencia de consenso.
Arendt también advierte que la violencia es impredecible y puede generar consecuencias no deseadas. Al recurrir a estrategias comunicativas agresivas, los líderes populistas corren el riesgo de desestabilizar la sociedad y erosionar las instituciones democráticas. Además, la violencia tiende a generar represalias, alimentando un ciclo de confrontación y polarización constante.
Desde la perspectiva del realismo político, representado por Hans Morgenthau, la política es una lucha por el poder donde los actores buscan maximizar sus intereses. En este contexto, la violencia y la agresividad pueden verse como herramientas estratégicas para alcanzar objetivos políticos concretos. Un ejemplo reciente de esta dinámica se observó en la escena internacional, cuando el presidente de Estados Unidos humilló públicamente a su homólogo ucraniano. Este episodio, lejos de debilitar la imagen del líder estadounidense, fortaleció su percepción como un negociador implacable. La estrategia parece clara: primero se denigra al adversario, luego se le somete y, finalmente, se le impone una negociación en términos favorables.
Esta lógica no solo se aplica a la política internacional, sino también a la esfera interna. En redes sociales, los líderes utilizan la agresividad extrema para proyectar una imagen de fuerza y determinación, cualidades cada vez más valoradas por una ciudadanía desencantada con el sistema político.
Desde la teoría de la elección racional, este fenómeno puede explicarse en términos de costos y beneficios. Si los líderes consideran que la agresividad les otorga más popularidad y consolidación de poder que los riesgos que conlleva, optarán por ella. Paralelamente, los votantes apoyan cada vez más a figuras agresivas, creyendo que estas defenderán mejor sus intereses o garantizarán su seguridad.
La psicología política también ofrece claves para entender este fenómeno. Theodore Adorno y su equipo, en La personalidad autoritaria (1950), identificaron rasgos psicológicos que predisponen a ciertos individuos a seguir líderes autoritarios. Entre ellos destacan:
- Sumisión a la autoridad: obediencia ciega a figuras de poder.
- Agresividad hacia grupos externos: hostilidad contra sectores percibidos como amenazas.
- Convencionalismo: adhesión rígida a valores tradicionales.
- Proyección: atribuir sus propios impulsos negativos a los demás.
- Pensamiento dicotómico: ver el mundo en términos absolutos, sin matices.
Estos rasgos explican por qué algunos ciudadanos se sienten atraídos por líderes agresivos, cuya retórica violenta refuerza sus prejuicios y su sentido de pertenencia. En tiempos de incertidumbre, el discurso polarizador, que divide el mundo entre “nosotros” y “ellos”, resulta especialmente atractivo para quienes buscan respuestas simples a problemas complejos.
Harold Lasswell, por su parte, estudió cómo los líderes manipulan la opinión pública a través de la propaganda. En Técnicas de propaganda en la Guerra Mundial (1927), analizó el uso de símbolos, estereotipos y emociones provocadoras para influir en las masas. Su modelo de comunicación, basado en la pregunta ¿Quién dice qué, por qué canal, a quién y con qué efecto?, es fundamental para entender cómo los políticos agresivos utilizan los medios para sembrar miedo y justiciar medidas impopulares. Hoy, plataformas como X (antes Twitter) se han convertido en el canal ideal para este tipo de manipulación, donde la indignación se convierte en un arma electoral.
Por último, la teoría de la élite, desarrollada por Vilfredo Pareto y Gaetano Mosca, ayuda a comprender cómo el poder se concentra en minorías organizadas. Pareto, en Tratado de sociología general (1916), distinguió entre la élite gobernante y la no gobernante, proponiendo la teoría de la “circulación de élites”, según la cual el poder nunca es homogéneo ni democrático, sino que siempre recae en una minoría organizada. Mosca, en Elementos de la ciencia política (1896), argumentó que el verdadero poder radica en la capacidad de la élite para actuar de manera coordinada, controlando las instituciones y la narrativa pública.
Desde esta óptica, la violencia política no es un fenómeno espontáneo, sino una estrategia utilizada por las élites para consolidar su dominio. La agresividad en el discurso político no solo moviliza a las masas, sino que también distrae de problemas estructurales más profundos.
Conclusión
La violencia en la política actual no es un accidente ni una anomalía, sino un reflejo de sociedades en crisis de legitimidad. Líderes carismáticos pero agresivos se aprovechan del desencanto popular para consolidar su poder, mientras que una ciudadanía cada vez más polarizada acepta y normaliza estas dinámicas. La pregunta es: ¿estamos ante un cambio estructural en la forma de hacer política o es solo una fase más de un ciclo histórico que, como advirtió Arendt, terminará devorando a quienes lo promueven?