El ataque en Jacagua expone la fragilidad de comunidades donde la pobreza y el miedo moldean relaciones sociales cada vez más tensas y violentas.
Por John Santos
SANTIAGO, República Dominicana — El sol apenas caía sobre el distrito municipal de Jacagua cuando Enríquez Rafael Hernández, un hombre de 70 años, encontró una muerte absurda e inesperada. Su negativa a entregar 200 pesos —el equivalente a poco más de tres dólares— desató la furia de un joven que, armado con un palo y un cuchillo, lo atacó hasta dejarlo sin vida.
El agresor fue identificado como Starling Javier Ronaldo Cepeda, conocido como el Locotrón, de 31 años. Según el reporte preliminar de la Policía, primero golpeó a Hernández con un palo y luego lo apuñaló, provocándole una herida fatal. El arma blanca fue incautada al momento de su detención y el caso quedó en manos del Ministerio Público.
La brutalidad del crimen ha dejado a la comunidad en estado de shock. “Era un hombre tranquilo, de esos que saludaban a todos en la calle”, dijo Carmen Rodríguez, vecina de la víctima. “Nunca pensamos que algo tan bajo como 200 pesos le iba a costar la vida”.
El cadáver de Hernández fue trasladado al Instituto Nacional de Ciencias Forenses (Inacif), mientras amigos y familiares exigen justicia.
Más allá del hecho puntual, el caso revive un debate de fondo en Santiago y otras provincias del país: el incremento de episodios de violencia ligados a la marginalidad y a la precariedad económica. Líderes comunitarios sostienen que cada vez es más común ver disputas que escalan a la tragedia, con armas blancas y de fuego circulando en comunidades pobres.
“Cuando la desesperación y la falta de oportunidades se combinan, la violencia se convierte en un lenguaje cotidiano”, explicó José Luis Mejía, sociólogo consultado por este diario. “No se trata solo de un asesinato, sino del síntoma de un deterioro social mucho más profundo”.
En Jacagua, donde las calles de tierra y las viviendas humildes dibujan un paisaje de carencias, la muerte de Hernández es también un recordatorio del costo humano de un sistema de seguridad frágil, que responde tarde y de manera insuficiente.
Mientras la familia vela a su ser querido, los vecinos temen que el caso no sea una excepción, sino apenas una muestra más de una espiral de violencia que no deja de crecer.