
Un cuento sobre amistad, traición y distancia
Por José Rafael Vargas
Como dos granos de la misma tierra, Adrián y Luciano crecieron bajo la guía de un maestro que los formó en convicciones y sueños. Entre ellos creció una amistad sólida, cimentada en la confianza y la lealtad, que habría de acompañarlos durante muchos años. Unidos por los ideales de su tiempo, se convirtieron en vanguardia para muchos jóvenes: trazaban caminos y reunían a otros en torno a su causa, como si el futuro fuera un campo fértil capaz de sembrarse y moldearse con sus propias manos.
Al inicio, era evidente su complicidad. Sus trayectorias se fortalecieron mutuamente y ambos aspiraban a generar un cambio significativo. El maestro, antes de extender sus alas como gaviota y partir hacia el vuelo final, eligió a Luciano para encabezar la primera cosecha y dirigir las tierras, Adrián lo apoyó sin reservas, confiando en que pronto también asumiría un liderazgo propio. La historia de apoyo mutuo y camaradería parecía indestructible.
Pero las circunstancias, como suele ocurrir cuando hay intereses en común, cambiaron con el tiempo. Adrián, en silencio, fue hilando un entramado de respaldos, calculando cada movimiento para que, llegado el día, la balanza se inclinara a su favor. Más que ideas, buscaba números; más que aroma, cantidad de cosechadores sin cuidado por la tierra.
Sin embargo, cuando esa hora decisiva finalmente llegó, la corriente de los acontecimientos arrastró a Luciano hacia otro nuevo triunfo. La tierra todavía reconocía en él al sembrador más auténtico, y su café, logró imponerse sobre la fría aritmética de su antiguo compañero.
Adrián, herido en su orgullo por haber quedado atrás, no hizo más que refunfuñar en silencio. Prefirió dejar que la dinámica siguiera su curso, mostrando al exterior una serenidad que ocultaba cualquier tipo de resentimiento, al menos en apariencia.
Y aunque unidos, pero no revueltos, finalmente llegó la oportunidad de Adrián. Luciano respetó las reglas de ese entonces que dictaban los límites para participar, entonces le correspondió actuar desde otra perspectiva: Le tocaría emular a los mosqueteros o dejar que su amigo alcanzara aquel peldaño en soledad. Pero, guiado por sus convicciones, optó por el lema que lo caracterizó siempre, con puño derecho arriba y bajo la consigna que los mantenía unidos, dijo: “Todos para uno y uno para todos”.
El triunfo de Adrián llegó. Sus primera palabras fueron de agradecimiento hacia Luciano por su apoyo, aunque por detrás se estaba por abrir una caja de pandora. El grupo secreto que Adrián había formado se hizo visible, al punto de autodenominarse con orgullo “Los Adrianistas".
Fue entonces cuando comenzaron a aflorar emociones que hasta ese momento habían permanecido ocultas: rencores, celos y la ambición disfrazada de lealtad. Se tejían decisiones y estrategias que, poco a poco, erosionaban la confianza en Luciano, marchitaban su reputación e imágen, lo aislaban. Ante rumores y maniobras calculadas por los Adrianistas para tomar el control total de las tierras, Adrián mantuvo silencio.
Luciano por su lado, se mantuvo fiel a su esencia, no respondió con ataques. Su resistencia se manifestó en paciencia, humildad y respeto, manteniendo la coherencia con su propia ética frente a la ambición desmedida que se exhibía.
Los Adrianistas, molestos por el silencio de Luciano, entendían que éste tenía intenciones de volver, ya que el grupo de Luciano argumentaba que la tierra clamaba una mejor siembra. Cuando se acercaba las mismas reglas que limitaban a Luciano, está vez para Adrián, él, cegado en el orgullo, impuso nuevas reglas, uso algunas artimañas y lo apartó, despreciando la historia y el respeto que los unía. Entonces fue cuando la ambición sonrió con arrogancia, mientras la amistad, herida y agotada, lloraba desconsolada.
A pesar de los golpes y del distanciamiento impuesto, Luciano nunca devolvió maldad con maldad. Su resistencia se sostuvo en el silencio y en la coherencia con su propia esencia. De esa actitud nació una fuerza distinta, amparada en el respeto, la dignidad y la capacidad de abrir caminos hacia nuevas oportunidades. En lugar de encerrarse en rencores, empezó a tejer vínculos genuinos y liderazgos abiertos, digamos que, trató de elegir aliados más confiados.
De vuelta al origen, bajo una noche de primavera, Luciano vió cruzar una estrella fugaz que lo llevó a recordar a su viejo maestro. Esa memoria le devolvió fuerzas y, con paso firme, decidió colar su nuevo café aparte: Un café con olor a pueblo, sembrado en tierra firme y destinado para mejores cosechas.
El relato no trata de luchas de ego ni de quién ganó o perdió. Se trata de la verdadera medida de un hombre: cómo la grandeza se revela cuando alguien mantiene su humanidad frente al poder o la traición, demostrando que un amigo puede destruir la cercanía y el afecto, pero jamás la esencia de quien permanece fiel a sí mismo.
Está historia también demuestra que nunca es tarde para escribir una nueva historia. Como un río que sigue su cauce pese a los obstáculos, nuestra esencia puede fluir más allá de la traición, abriendo nuevas puertas y caminos, construyendo puentes de confianza con quienes se acercan con sinceridad. De esta forma se muestra como la fuerza no radica en dominar, sino en sostenerse con dignidad, pues al final esto se transforma en oportunidad. Bajo cualquier circunstancia, lo importante es recordar la frase del gran Facundo Cabral: Este es un nuevo día, para empezar de nuevo.