La política dominicana recicla promesas de cambio mientras la corrupción persiste. Sin líderes visionarios como Balaguer, la transparencia sigue siendo un espejismo y la ciudadanía pierde la esperanza.
Por Pedro de la Cruz
La esperanza es, sin duda, una de las palabras más poderosas en el vocabulario político dominicano. Como un mantra recurrente en cada ciclo electoral, los candidatos tejen campañas repletas de promesas de cambio y renovación, vendiendo sueños de un futuro mejor a una población ansiosa por transformaciones profundas.
El gobierno actual no fue la excepción. Se presentó como el abanderado del cambio y la transparencia, moviendo algunas piezas en el tablero de la lucha contra la corrupción. Sin embargo, a medida que transcurren los días, emergen realidades que despiden un hedor insoportable, revelando que la integridad sigue siendo una virtud escasa en nuestra administración pública.
Navegamos, una vez más, en un barco cuyo rumbo parece llevarnos al mismo destino conocido. Las promesas de solucionar los problemas de los servicios básicos resuenan como un eco lejano, mientras la corrupción continúa siendo el lastre que impide nuestro avance como nación.
Esto no es casualidad. El sistema actual parece estar diseñado para perpetuar estas prácticas. Desde hace décadas, no contamos con un estadista de la talla de Joaquín Balaguer, cuya visión transformadora marcó un hito en nuestra historia política.
Mientras tanto, la fiesta no se detiene. El despilfarro de los fondos públicos se ha convertido en una piñata interminable, alimentando la rabia y la impotencia de una ciudadanía que observa, frustrada, cómo la historia se repite una y otra vez.
Es momento de preguntarnos: ¿cuánto tiempo más soportaremos este ciclo vicioso? La transparencia prometida sigue siendo una ciudad lejana, un espejismo que se desvanece con cada nuevo gobierno que asume el poder.