Hipocresía posmoderna al descubierto tras las denuncias contra Alberto Fernández

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El caso de Alberto Fernández revela la contradicción entre el discurso posmoderno progresista y la práctica, destacando la ineficacia de las políticas de género y la hipocresía en su implementación.

Por Lisandro Prieto Femenía

A la luz de los acontecimientos recientemente filtrados por la justicia y difundidos masivamente por los medios, podemos afirmar que la moral posmoderna progresista, fanatizada y supuestamente antipatriarcal, ha muerto.

El pensamiento posmoderno deconstructivo ha buscado desmantelar los sistemas de poder tradicionales y promover un enfoque inclusivo y equitativo en las sociedades contemporáneas.

Sin embargo, la reciente denuncia de violencia de género contra el expresidente argentino Alberto Fernández, conocido por ser un defensor de las políticas de género y por la creación del Ministerio de la Mujer, plantea preguntas profundas sobre la coherencia y sinceridad de estas nuevas normas morales que han definido lo "políticamente correcto" en la última década.

Para evitar confusiones terminológicas, es necesario aclarar que lo que llamamos "moral posmoderna" no es otra cosa que el relativismo moral subyacente a la mayoría de las políticas sociales adoptadas por Occidente. Uno de los rasgos más característicos de esta moral es la pretensión de deconstruir las estructuras sociales, lo que nos ha llevado a una situación caótica de fragmentación de valores que impacta directamente en la cohesión social. Este relativismo moral, en el que se basan muchas de las agendas contemporáneas, tiende a desestabilizar normas sociales esenciales y a fragmentar la sociedad en pequeños grupos conflictivos, sin ofrecer un sistema de valores alternativo coherente que nos proteja a todos por igual.

Antes de abordar el suceso que ha sido convertido en comidilla por los medios, debemos considerar los resultados concretos de la inversión estatal en la lucha contra el patriarcado en nuestro país. Desde la creación del Ministerio de las Mujeres, Género y Diversidad en 2019, se destinaron grandes sumas de dinero en políticas contra la violencia de género, anteriormente denominada "violencia doméstica", con un presupuesto que creció notablemente. Según el Ministerio de Economía, el presupuesto asignado fue de aproximadamente 7,4 billones de pesos en 2021 y 10,5 billones en 2022, un incremento del 41% interanual. Estos fondos se destinaron a campañas de concientización, programas de asistencia a víctimas y fortalecimiento de redes de apoyo.

Sin embargo, a pesar de la monumental inversión pagada por todos los argentinos, las estadísticas sobre violencia de género presentan un panorama preocupante. Las denuncias aumentaron considerablemente, según el Registro Nacional de Femicidios del Observatorio de Género de la Corte Suprema. En 2021 se registraron 252 femicidios, un aumento del 15% respecto al año anterior. Además, los casos de violencia de género en el hogar también se incrementaron, con un 25% de las mujeres en Argentina reportando haber experimentado alguna forma de violencia en su hogar en los últimos años.

Analizando estos resultados, podemos afirmar que el aumento de inversión en fondos billonarios, en un país donde 4 de cada 10 niños no cenaron anoche, no se tradujo en resultados positivos en la implementación de políticas que, en teoría, buscaban proteger, pero que en la práctica abandonaron a miles de mujeres, incluida la primera dama. Es crucial examinar la efectividad de estas medidas progresistas que han demostrado ser ineficientes.

El impacto de la agenda resultó extremadamente limitado. Las estadísticas muestran que, a pesar de los esfuerzos y recursos asignados, los índices de violencia no han disminuido significativamente. Esto sugiere que las políticas sectarias implementadas desde la Capital Federal y replicadas de manera rudimentaria en las provincias no abordaron eficazmente las causas profundas de la violencia. Cada vez más analistas critican este modelo de inversión en campañas de concientización y programas de asistencia, que, aunque valiosos en su intención, no han transformado significativamente las estructuras sociales que perpetúan la violencia de género. La falta de coordinación entre distintos niveles de gobierno y la implementación desigual de políticas a nivel local han contribuido a la ineficacia de estas iniciativas.

Como la mayoría de los postulados de la Agenda 2030, la supuesta lucha contra las estructuras patriarcales ofrece soluciones prácticas que fallan al abordar el problema de la violencia de género y la desigualdad. En lugar de promover un cambio estructural real, la agenda se ha centrado en reformas superficiales que no abordan las raíces del flagelo de la violencia, ya que estas políticas tienden a ser más performativas que transformadoras. Concretamente, el enfoque sobre género está marcado por contradicciones pragmáticas, ya que, mientras promueven la igualdad en el discurso mediático, en la realidad son insuficientes, quedando como modas discursivas y meramente simbólicas.

Esta política, importada desde la factoría de George Soros, produjo estadísticas oficiales que no reflejan completamente la realidad del problema debido a un subregistro de casos. Además, muchas víctimas de violencia de género no denuncian por miedo, desconfianza en las instituciones, falta de recursos y carencia de protección. La falta de estandarización en la forma de reportar y categorizar los casos de violencia de género lleva a inconsistencias y dificultades para realizar comparaciones y tomar decisiones a nivel nacional.

Como hemos señalado en múltiples ocasiones, no todo se resuelve con miles de millones de pesos en una bolsa llena de agujeros. El aumento en el presupuesto y la implementación de políticas vacías no han logrado resultados significativos en la reducción de las agresiones violentas, debido a la falta de enfoque en causas estructurales profundas, como las desigualdades económicas y sociales que perpetúan la violencia. Además, la implementación de políticas arbitrarias enfrenta problemas de descoordinación entre distintos niveles de gobierno y recursos distribuidos de manera discrecional e intencional, favoreciendo algunas zonas del país y abandonando otras.

Aunque las campañas de concientización son importantes, cuando se convierten en campañas de adoctrinamiento pierden su impacto real en la reducción de la violencia. Sí, las campañas pueden influir en ciertas actitudes y aumentar someramente la conciencia, pero no siempre se traducen en cambios tangibles en comportamientos o en la reducción de incidentes de violencia concretos. Las políticas sesgadas y fanatizadas no fueron suficientes porque no abordaron las causas reales del problema de la violencia en una sociedad detonada en su educación, empleo y cultura cívica.

La moral posmoderna se caracteriza por una crítica a los sistemas tradicionales de poder mediante la deconstrucción de conceptos establecidos como el patriarcado y el machismo. Mediante un conglomerado de agendas impuestas por organismos internacionales, se promueve una ética basada en la justicia social, la igualdad de género y la inclusión. En teoría, este enfoque busca una mayor autenticidad y responsabilidad en la práctica de los valores que defiende. Sin embargo, la reciente denuncia contra Alberto Fernández, quien durante su mandato impulsó el Ministerio de la Mujer y promovió la deconstrucción como enfoque crítico de la estructura patriarcal, expone una total disonancia entre el discurso y la práctica.

Lo que acabamos de describir es la hipocresía típica de la moral posmoderna, reveladora en su expresión del "haz lo que yo digo, no lo que yo hago". Esta hipocresía se refiere a la discrepancia entre las creencias públicas y la conducta privada, donde los líderes promueven un conjunto de valores a los que no adhieren en su vida personal, revelando una falta total de autenticidad, dignidad y compromiso. Este desajuste moral ha puesto en evidencia la debilidad de las políticas de género actuales en todo el mundo.

El caso de Alberto Fernández nos hace cuestionar la eficacia e integridad de las reformas impulsadas bajo la bandera de la moral posmoderna. ¿Hasta qué punto las instituciones y los individuos que promueven estos valores realmente los practican? ¿Es posible mantener una moral coherente en un entorno donde los discursos de justicia social y equidad son frecuentemente desafiados por la realidad? ¿No nos indignamos profundamente cuando un clérigo comete atrocidades? ¿Cuál es la diferencia entre un impostor con la banda presidencial y una persona falsamente denunciada por el Ministerio del Pensamiento Correcto?

El caso de Fernández ilustra una brecha significativa entre la teoría y la práctica en la moral dominante de la falsa inclusión. A la luz de los hechos, vemos cómo se utilizó un aparato estatal gigantesco para no ayudar a casi nadie, enfrentar a casi todos y socavar la credibilidad de iniciativas disfrazadas de bienhechoras cuyos intereses se oponen a lo que dicen combatir. Esta crítica destaca la necesidad de una evaluación más rigurosa y auténtica de las políticas que combaten la violencia en su totalidad.

En lugar de adoptar esta moral posmoderna, es esencial fomentar una verdadera coherencia entre los valores promovidos y las acciones realizadas. La hipocresía en la aplicación de estas políticas ha socavado no sólo su efectividad, sino que ha puesto en duda la sinceridad de los líderes que las defienden.

Pero no todo está perdido. Fernández, con su comportamiento incongruente, ha revelado la debilidad de las agendas contemporáneas, que a menudo esconden un gasto desmedido e injustificado, sin traducirse en la resolución efectiva de problemas reales. Más allá del problema del gasto innecesario y de la eficiencia desperdiciada, es necesario construir un modelo basado en el principio de igualdad en el que la ley se aplique con imparcialidad y coherencia, sin importar quién sea el acusado. Debemos crear una cultura que busque erradicar las raíces de la violencia y la desigualdad en todos los niveles. Si el expresidente predicó con el ejemplo y con el dinero de los argentinos, ahora que no tiene más poder debería enfrentar la justicia como cualquier otro argentino, sin fueros ni trampas judiciales que lo protejan.

Al final, la situación actual refleja la lucha continua entre las estructuras tradicionales y las emergentes, donde ninguna parece ofrecer soluciones verdaderamente transformadoras. Si bien la moral posmoderna, con sus complejidades y contradicciones, ha intentado abordar problemas históricos profundamente arraigados, la realidad es que su implementación ha demostrado ser insuficiente. Fernández, con su comportamiento incongruente, no solo ha socavado su propia credibilidad, sino que ha expuesto la fragilidad de las agendas contemporáneas.

Esta situación nos recuerda que la moral no puede ser impuesta ni manipulada; debe ser vivida con integridad y consistencia. De lo contrario, nos encontramos perpetuando un ciclo de desigualdad y violencia, incluso bajo la apariencia de progreso. Es hora de revisar críticamente las políticas y las acciones que las sustentan, buscando una moralidad auténtica que realmente proteja a todos los ciudadanos. La clave está en encontrar un equilibrio entre las demandas de justicia social y la necesidad de coherencia y autenticidad en quienes las promueven. Sólo así podremos avanzar hacia una sociedad verdaderamente equitativa y justa, sin caer en las trampas del relativismo moral posmoderno.

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