Por: Julio César García Mazara, MA
La traición es una de las conductas más repudiadas por cualquier sociedad, no solo por el daño que inflige, sino por la ruptura moral que representa. Desde los albores de la civilización hasta nuestros días, ha sido un tema recurrente que define el carácter de las naciones, sus líderes y las relaciones humanas.
Uno de los casos más emblemáticos es el de Judas Iscariote, cuya entrega de Jesucristo por treinta piezas de plata quedó sellada como el símbolo supremo de la deslealtad. Este acto no solo alteró el curso del cristianismo, sino que consolidó culturalmente lo que entendemos por traición: un gesto de egoísmo disfrazado de cercanía.
En la política, la traición ha sido constante. En la Roma antigua, Marco Junio Bruto, hijo adoptivo de Julio César, participó en su asesinato en el Senado, provocando la célebre exclamación: “¿Tú también, Bruto?”. Aquella puñalada no solo acabó con un hombre, sino también con la confianza en las alianzas políticas del imperio.
A lo largo de la historia, nombres como Benedict Arnold en la Revolución Americana, o Vidkun Quisling durante la ocupación nazi en Noruega, han demostrado que la traición puede nacer tanto de ideales como de la ambición, el miedo o la conveniencia. Sus nombres se han convertido en sinónimos universales del traidor.
Otro episodio infame es el de Efialtes de Tesalia, quien en la antigua Grecia reveló a los persas un paso secreto durante la Batalla de las Termópilas. Su acción posibilitó la derrota de los 300 espartanos liderados por Leónidas, marcando su nombre con la ignominia por generaciones.
En América Latina, los procesos de independencia y las luchas internas también estuvieron plagados de traiciones: líderes que negociaron con el enemigo, aliados que actuaron a espaldas del pueblo, y gobiernos que traicionaron sus promesas de justicia imponiendo represión. Antonio López de Santa Anna es un ejemplo paradigmático: de héroe nacional pasó a villano histórico tras perder Texas y vender territorio mexicano a Estados Unidos, hechos que aún se consideran imperdonables.
En la India, el nombre de Mir Jafar evoca traición por haber facilitado la victoria británica en la Batalla de Plassey en 1757, lo que abrió el camino al dominio colonial. Su ambición personal tuvo consecuencias devastadoras para millones.
Ya en el siglo XX, el caso de Kim Philby, espía británico que trabajaba secretamente para la Unión Soviética, evidenció que incluso las democracias modernas no están exentas de traidores infiltrados en las más altas esferas del poder.
En la región andina, el régimen de Alberto Fujimori y su asesor Vladimiro Montesinos encarnó una de las traiciones más cínicas a la democracia: mientras proclamaban la lucha contra el terrorismo, tejían una red de corrupción, manipulación mediática y represión. El pueblo peruano aún sufre las secuelas de esa época.
Hoy, en pleno siglo XXI, la traición ha adoptado nuevas formas, pero conserva su esencia. Se manifiesta en promesas políticas incumplidas, en tratados internacionales quebrantados y en una sociedad cada vez más indiferente a los principios éticos. En la era de las redes sociales y la inmediatez, la traición se propaga en segundos y corre el riesgo de normalizarse, debilitando la indignación colectiva.
La traición, en cualquier época, tiene siempre el mismo rostro: el del oportunismo. La historia nos enseña que, aunque el traidor pueda obtener beneficios momentáneos, su legado está condenado al desprecio de la memoria colectiva. Porque traicionar es, en última instancia, traicionarse a uno mismo.
Frente a esta realidad, es urgente que como sociedad volvamos a valorar la lealtad, la coherencia y la integridad. Ya tenemos suficientes Judas, Brutos y Quislings; lo que el presente necesita son ciudadanos y líderes capaces de elegir la verdad, aunque duela, por encima de la conveniencia que divide.