Por José Rafael Vargas
El 9 de abril de 1948, en medio de revueltas y caos en Colombia tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, a Darío Echandía se le preguntó si tomarían el poder. Su respuesta fue tan enigmática como reveladora: “¿El poder para qué?”. Más de seis décadas después, esta frase aún nos confronta con su estilo socrático y su capacidad de generar preguntas más que respuestas.
Al responder con otra pregunta, Echandía abrió la puerta a múltiples interpretaciones. Personalmente, me inclino por la más sencilla: aunque alcanzar el poder puede provocar mariposas en el estómago o la ilusión de estar en el cielo, debemos preguntarnos con seriedad: ¿es el poder un fin en sí mismo o un medio para lograr el bien colectivo?
Vista con el lente del tiempo, su respuesta parece aludir a la falta de propósito de quienes, en ese momento, podían asumir el poder. Más adelante, Echandía reafirmó su visión con otra reflexión: “El beneficio que el hombre recibe de la sociedad debe darse para beneficiar a la sociedad”. Si partimos de esa premisa, entendemos que, a diferencia de la selva —donde el poder se impone mediante la fuerza—, en la sociedad humana debe ejercerse con sabiduría y en función del bienestar común. También hay que saber cuándo se está preparado para asumirlo y cuándo no.
Sin embargo, los animales también comparten ciertos impulsos similares al ser humano en la búsqueda y el ejercicio del poder.
En el mundo animal, observamos la astucia del zorro, capaz de adaptarse a distintos entornos y usar estrategias ingeniosas para alcanzar sus fines. De manera similar, algunos individuos emplean su creatividad para moverse entre distintos círculos sociales, incluso si estos contradicen sus principios, siempre que les acerquen a lo que desean. Esto pone en peligro a los que, como las hormigas, actúan desde la cooperación y el trabajo conjunto: organizados, constantes, pero muchas veces invisibilizados.
Hay poderes que solo se imponen por la fuerza, como el del macho dominante que golpea su pecho como un gorila. No dialoga, no escucha; simplemente intimida. Otros, en cambio, practican el equilibrio, combinando fuerza, astucia y cooperación, como los leones: cazan en grupo, no matan por placer ni destruyen por ambición. Son líderes naturales que protegen a los suyos, aseguran la supervivencia y enfrentan los desafíos con audacia.
Estas analogías dejan claro que, aunque las formas de alcanzar y ejercer el poder varían, su uso tiene un impacto profundo en la estructura y el bienestar de la sociedad.
En definitiva, luego de recorrer distintas formas de poder y las conductas asociadas a su ejercicio, podemos concluir que el poder no es intrínsecamente bueno ni malo. Su valor reside en el propósito que le damos. A lo largo de la historia, ha servido tanto para construir sociedades prósperas como para devastarlas. La diferencia entre la selva y la sociedad está en que los seres humanos no estamos condenados a actuar por instinto: tenemos la capacidad de elegir cómo y para qué usamos el poder.
Y en ese sentido, siempre será pertinente recordar la pregunta del político colombiano Darío Echandía:
“¿El poder para qué?”
Una invitación constante a cuestionarnos si lo buscamos como simple título personal o como una herramienta transformadora al servicio del bien común.