Por Ramón Benito de la Rosa y Carpio
Ningún ser humano debería vivir sin familia, sin afecto, ni sin un hogar donde se sienta seguro, querido y aceptado. La familia es el espacio donde nacen los lazos más profundos, donde aprendemos a amar y a ser amados, a compartir lo que somos y lo que tenemos. Sin ese calor humano, la vida se vuelve fría y vacía, porque el corazón necesita vínculos que le den sentido y esperanza.
Cuidemos nuestras familias, protejamos sus valores y convirtamos cada hogar en un refugio de comprensión, paz y ternura. Es allí, en el amor familiar, donde se aprende a ser verdaderamente humano.
En tiempos en que las prisas y las distracciones tecnológicas nos alejan unos de otros, es urgente recuperar el valor de la convivencia. Compartir una comida, escuchar con atención o simplemente acompañar en silencio son gestos sencillos que fortalecen los lazos familiares. Estos pequeños actos, aunque parezcan insignificantes, tienen el poder de devolver la armonía y el sentido de pertenencia que toda persona necesita.
La familia también es escuela de valores. En ella aprendemos la responsabilidad, la solidaridad, la empatía y el respeto. Cada generación tiene el deber de transmitir esos principios a la siguiente, porque son el cimiento de una sociedad más justa y más humana. Cuando la familia se debilita, la sociedad entera se resiente.
Por eso, cuidar la familia no es solo una cuestión privada, sino un compromiso social. Fomentar hogares estables, donde prime el diálogo y la comprensión, es una inversión en el futuro colectivo. Allí donde hay amor y respeto, florece la esperanza y se construyen las bases de un mundo más digno y compasivo.
Hasta mañana, si Dios, usted y yo lo queremos.





