“Si me das un pescado, comeré un día; si me enseñas a pescar, comeré toda la vida”. Proverbio.
Por Alfredo Cruz Polanco
El presidente de la República, Luis Abinader Corona, y su equipo económico se ufanan de anunciar, hasta la saciedad, que su gobierno ha sacado de la pobreza general y extrema a más de dos millones de dominicanos y que ha cerrado la brecha de la desigualdad social. Atribuyen estos resultados a los múltiples programas y subsidios sociales implementados, como Supérate, Bono Gas, Bono Luz, la alimentación escolar, el Seguro Nacional de Salud (Senasa) y, más recientemente, el bono navideño —la llamada “brisita de Navidad”—. Según el discurso oficial, estas iniciativas han generado cientos de miles de empleos mediante una elevada inversión en gasto social, posicionando al país por encima de naciones como Brasil, México o Costa Rica en reducción de la pobreza y creación de empleo.
Sin embargo, esta no es la percepción de la mayoría del pueblo dominicano. Para amplios sectores de la sociedad, estos planes sociales, tarjetas y subsidios han contribuido al enriquecimiento ilícito de numerosos funcionarios, ya que una parte significativa de los recursos no llega a los más necesitados y termina en manos de quienes los administran, desviando miles de millones de pesos.
El presidente, como economista, debe saber que los planes sociales y las ayudas solidarias, por sí solos, no reducen la pobreza general de un país, y mucho menos la pobreza extrema que afecta a los sectores más vulnerables y marginados. Tampoco pueden garantizar un desarrollo sostenible ni un crecimiento económico real, especialmente cuando estos subsidios se financian con préstamos internacionales, lo que constituye una evidente contradicción.
Además, estos programas han estado vinculados a escándalos públicos y graves actos de corrupción, como el ocurrido recientemente en el Seguro Nacional de Salud (Senasa). Hasta la fecha, el llamado “Ministerio Público independiente” no ha ofrecido una respuesta satisfactoria a la nación ni ha sometido a la justicia a los responsables de un entramado que se estima supera los cincuenta mil millones de pesos.
Es innegable que los gobiernos tienen la obligación de asistir a personas vulnerables: discapacitados, envejecientes, enfermos crónicos o terminales, madres solteras en situación de pobreza, entre otros. No obstante, el país no debe convertirse en un Estado meramente benefactor. Estas ayudas no deben politizarse ni distribuirse de forma exclusiva o discriminatoria, sino canalizarse a través de instituciones con la capacidad técnica y moral para administrarlas.
La pobreza extrema se combate creando empleos, impulsando empresas mediante alianzas público-privadas, facilitando financiamiento blando a las micro, pequeñas y medianas empresas, y garantizando servicios públicos eficientes y eficaces. Resulta incoherente hablar de reducción de la pobreza y desarrollo económico cuando el costo de los productos de primera necesidad es inalcanzable para la mayoría de la población, los servicios públicos básicos han colapsado y numerosas obras públicas permanecen paralizadas por falta de pagos o fallas estructurales.
El Senasa, del que tanto se vanaglorió el presidente, lejos de ser una solución, ha agravado la situación económica de cientos de miles de dominicanos que hoy no pueden acceder a sus servicios debido al desfalco ocurrido. En este caso, el remedio ha resultado peor que la enfermedad.
Lamentablemente, gran parte de los préstamos internacionales asumidos por esta administración, que han disparado la deuda externa, se han destinado a cubrir gastos corrientes y subsidios sociales, en lugar de invertirse en obras de capital capaces de generar desarrollo y crecimiento económico. En consecuencia, estos planes y subsidios han contribuido, según diversos sectores políticos, económicos y sociales del país, a más pobreza, más desempleo y más corrupción.





