Voluntaria, obligada, cobarde o virtuosa: así viven los políticos el aislamiento cuando caen del poder o actúan con integridad.
Por Pedro Domínguez Brito
Desde que los triunfos y los fracasos son siameses del poder, existen políticos que experimentan la soledad en una de estas cuatro formas: voluntaria, obligada, cobarde o sana, esta última como resultado del cumplimiento del deber.
En la soledad voluntaria, el político se aleja del bullicio del mundo. Incluso rodeado de multitudes, su mente habita en otro planeta, no siempre con fines nobles. Tiende a elevarse por encima de los chismes, la adulación y las intrigas, aunque en algún momento también haya disfrutado de ellas.
Para alcanzar esa forma de aislamiento hay que ser, al menos, algo de lo que fue Joaquín Balaguer: capaz de escuchar discursos durante horas sin oírlos, de responder sin hablar, de simular presencia cuando está mentalmente ausente. Saluda cuervos imaginando que estrecha la mano de Platón, y recuerda a su amor infantil mientras alguien le susurra trivialidades.
Debe además aparentar que ama la soledad, de modo que si algún día queda solo sin buscarlo, se crea que fue por elección y no por abandono. No son pocos los que, al ver caer a quien alguna vez mandó, le retiran hasta el saludo, dejándolo sin autoridad ni siquiera en su propio hogar.
La soledad obligada es otra cosa: amarga y triste. El político aquí se convierte en una figura tóxica. Todos, mansos o rebeldes, lo evitan como si fuera una maldición. Lo observan con recelo, lo excluyen de todo, ni siquiera lo invitan al matrimonio de su compadre. Quien fue protagonista, ahora ni espectador es. Se esfuma, lo traga la tierra. Se queda solo sin desearlo.
Luego está la soledad cobarde, la más penosa, pariente directa de la anterior. Afecta a quienes ocuparon cargos sin merecerlos, carentes de ética y vocación de servicio. Teme ser acusado, y con razón. Esconde lo que tomó sin derecho. Necesita pastillas para dormir y acude a múltiples psiquiatras y psicólogos. Vive con miedo, más que con vergüenza.
Los fantasmas del pasado lo acosan. Sufre delirios de persecución. Aun rodeado de gente, se siente intranquilo, convencido de que alguien podría delatarlo. Vive preparado para huir hacia la oscuridad. Es un preso de su propia culpa.
Por último, existe la soledad sana y espontánea, fruto del deber cumplido y de actuar conforme a los principios de Dios y la patria. Es una forma de soledad que no pesa, sino que reconforta. Se celebra en silencio, con la tranquilidad de quien no necesita aplausos para saber que hizo lo correcto.





