La debilidad de nuestro sistema judicial

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Por Alfredo Cruz Polanco

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Recientemente fueron juzgadas y condenadas a penas mínimas 13 personas implicadas en un entramado que operó durante años en la Procuraduría General de la República Dominicana (PGR). Entre los involucrados figuraba el fiscalizador del Distrito Nacional, Luis Peña Cedeño. La red se dedicaba a eliminar, borrar y alterar registros de antecedentes penales, beneficiando a cientos de criminales, narcotraficantes y violadores a cambio de cuantiosos sobornos. Este esquema delictivo fue desmantelado mediante la Operación Gavilán.

Con estos hechos quedó en evidencia la vulnerabilidad y el deficiente control en las bases de datos y en la infraestructura tecnológica de la PGR, del Ministerio Público y, en general, del sistema judicial dominicano. El fácil acceso a informaciones judiciales confidenciales permitió a los miembros de esta red manipular expedientes, constituyendo no solo una amenaza a la seguridad jurídica, sino también una burla al sistema de justicia penal.

En su acusación, el propio Ministerio Público reveló que esta estructura criminal favoreció a sicarios, narcotraficantes, violadores sexuales, imputados por violencia de género, casos de adulteración de alcohol, corrupción, secuestros, lavado de activos, entre otras violaciones graves. Entre los beneficiados se encontraban incluso personas condenadas a hasta 30 años de prisión, quienes gracias a estas alteraciones aparecían sin antecedentes penales en los registros oficiales.

Estas actuaciones, aceptadas por los propios imputados, constituyen un crimen de lesa patria que debió recibir castigos ejemplares. El daño causado no se limitó a la institucionalidad, sino que también afectó gravemente a la sociedad y al propio Estado dominicano. De ahí que una parte de la ciudadanía se pregunte con frecuencia por qué tantos delincuentes con pruebas contundentes en su contra son puestos en libertad con sorprendente facilidad.

Aunque el Cuarto Tribunal Colegiado del Distrito Nacional consideró ejemplar la condena dictada, la decisión resulta benigna y complaciente frente a la magnitud del daño causado. El cabecilla de la red recibió apenas diez años de prisión, el pago de varios salarios mínimos y la inhabilitación por solo cinco años para ocupar funciones públicas. Resulta inadmisible que un funcionario judicial, cuya responsabilidad era perseguir a los delincuentes, haya utilizado su cargo para beneficiarlos con sobornos millonarios.

Por la gravedad de sus crímenes, este funcionario y los demás miembros de la red debieron ser inhabilitados de por vida y condenados a la pena máxima de 30 años de prisión. Las condenas a prisión domiciliaria, en este contexto, constituyen igualmente una afrenta. En países con regímenes autoritarios, acciones de esta naturaleza se sancionarían incluso con la pena capital.

Ante esta situación, se hace imprescindible reforzar los sistemas de seguridad de las bases de datos de la PGR y del Ministerio Público. Es urgente instalar mecanismos de alerta y ciberseguridad robustos, bloquear las llamadas desde los recintos penitenciarios y eliminar privilegios indebidos a los reclusos. Asimismo, se debe continuar la investigación para ubicar a quienes lograron evadir la justicia y someterlos nuevamente a los tribunales.

Que así sea.

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