Puede haber dos polos que piensen de manera distinta, y no pasa nada. Lo aterrador es que uno de esos polos haga una guerra en nombre de sus ideas.
Por José Rafael Vargas
En los últimos años, Estados Unidos ha dejado de parecerse a la nación cohesionada que solía proyectar. Dos corrientes ideológicas extremas —el progresismo radical y el conservadurismo más intransigente— han ganado fuerza y protagonismo. Ambos bandos, envalentonados por sus seguidores, avanzan sin freno, montados sobre olas de circunstancias que promueven distintas visiones culturales. La polarización ya no es una amenaza latente, sino una realidad tangible.
El desafío, hoy más que nunca, es recuperar el equilibrio ideológico y centrarse en lo esencial. Cada presidente que asume el poder no solo debe responder a su base electoral, sino también comprender las raíces institucionales del país. Debe recordar por qué se crearon las cortes, las leyes y las estructuras que rigen la vida pública, y entender que el respeto hacia las diferencias debe prevalecer.
La inmigración no es resultado exclusivo de una administración pasada, sino una problemática estructural, consecuencia de décadas de desatención y falta de voluntad política. Hoy, representa un pilar fundamental para gran parte del trabajo duro y silencioso que sostiene la economía nacional. Sin embargo, temas como la etnicidad, el color de piel y la religión, que deberían ser páginas superadas de la historia, resurgen con fuerza en los discursos extremistas.
En apenas unos años, hemos sido testigos de episodios que condensan muchas de las luchas sociales del siglo XX: el asalto al Capitolio, el intento de asesinato a Donald Trump, estallidos sociales en varias ciudades y el asesinato de una congresista. El país vive una tensión palpable. La diversidad cultural que caracteriza a Estados Unidos ha adquirido voz política propia, y cada grupo se siente legitimado a definir el rumbo nacional bajo la promesa de protección de su partido.
Sin embargo, las naciones no pueden estancarse. Deben evolucionar sin perder su esencia. Estados Unidos necesita reconectar con sus principios fundacionales, adaptándolos con sabiduría a los desafíos contemporáneos. Es urgente proteger los valores democráticos sin renunciar al respeto por la dignidad humana, la diversidad, las preferencias individuales, las etnias y las religiones.
El equilibrio no debe conducir ni a la rabia intransigente ni al caos permisivo. Solo desde la moderación y el respeto mutuo se podrá desactivar la hostilidad creciente y recuperar el alma democrática de una nación que, hoy, parece fragmentada.





