El misterio de la riqueza vaticana

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Julio César García Mazara. El autor es profesor.

Por: Julio César García Mazara, MA

Hay un viejo dicho que reza: “Los misterios de la Iglesia son tres: la Santísima Trinidad, la transubstanciación y el valor de su patrimonio”. Y no falta razón. Las finanzas de la Iglesia católica han sido durante siglos objeto de curiosidad, crítica y especulación. Aunque en años recientes se han dado pasos hacia una mayor transparencia —como la decisión del papa Francisco, en 2021, de publicar los balances económicos del Vaticano—, la verdadera magnitud de su riqueza sigue oculta tras un velo de secretismo, estructuras descentralizadas y cifras inconexas.

Es importante recordar que no hablamos de una empresa ni de un Estado moderno, sino de una institución milenaria cuya influencia y patrimonio se han forjado durante más de 17 siglos, en gran medida gracias a donaciones, privilegios legales, alianzas con el poder político y el respaldo constante de los fieles.

Las estimaciones actuales sitúan los activos del Vaticano por encima de los 4.000 millones de dólares, sin incluir su vasto patrimonio inmobiliario global ni los bienes artísticos y culturales —invaluables, además de intransferibles por razones legales y religiosas. El Banco del Vaticano, por ejemplo, administra cerca de 1.000 millones, mientras que APSA —la entidad encargada de inversiones e inmuebles— genera decenas de millones anuales gracias a más de 5.000 propiedades. Y esto, se advierte, es apenas la punta del iceberg.

El verdadero poder económico de la Iglesia no se concentra únicamente en el Vaticano. Su estructura descentralizada permite a cada diócesis manejar su propio presupuesto, lo que dificulta sobremanera cualquier cálculo global. En Alemania, el impuesto eclesiástico obligatorio (kirchensteuer) reporta más de 7.000 millones de dólares anuales. En Estados Unidos, entre donaciones, universidades, hospitales y propiedades, los ingresos superan los 10.000 millones. En Brasil, la Basílica de Aparecida capta cientos de millones solo con el turismo religioso.

Esta fortuna tiene raíces profundamente históricas. Desde que el emperador Constantino legalizó el cristianismo y lo convirtió en religión oficial del Imperio Romano, la Iglesia comenzó a recibir tierras, metales preciosos y privilegios que la alejaron de su origen humilde y la acercaron al poder terrenal. Con el tiempo, se consolidaron propiedades, obras de arte, edificaciones monumentales e incluso un Estado soberano propio: el Vaticano, reconocido en 1929 con apoyo de Benito Mussolini.

Sin embargo, la riqueza eclesial ha generado tensiones internas y críticas externas. El contraste entre el mensaje evangélico de humildad y la ostentación de palacios, colecciones de arte y vehículos oficiales resulta difícil de conciliar. La historia de la Iglesia está salpicada de escándalos financieros: desde Papas que compraban el trono hasta cardenales contemporáneos acusados de malversación.

¿Debe la Iglesia ser rica? Es una pregunta compleja. No se trata de una empresa convencional, pero administra una red global de servicios en educación, salud, cultura, diplomacia y caridad. Desde una perspectiva laica, es una de las mayores ONG del planeta. Pero la contradicción moral persiste: ¿cómo justificar el lujo mientras millones de sus fieles viven en la pobreza?

El papa Francisco, con su estilo austero y sus críticas al “clericalismo ostentoso”, ha intentado devolver a la Iglesia una coherencia más evangélica. Ha promovido reformas, ha luchado contra la corrupción y ha reiterado que los bienes eclesiásticos deben estar al servicio de los pobres. Pero su esfuerzo enfrenta resistencias profundas dentro de la propia institución.

La transparencia financiera no es solo una exigencia contemporánea; es un imperativo moral. En un mundo marcado por la desigualdad, donde los jóvenes cuestionan las incoherencias de las instituciones, una Iglesia rica que predica la pobreza arriesga perder su credibilidad. No se trata —como algunos proponen ingenuamente— de vender la Capilla Sixtina, sino de rendir cuentas, administrar con honestidad y asegurar que la riqueza no opaque el mensaje de fe, compasión y justicia que dio origen a su misión.

Porque, al final, la pregunta clave no es cuánto posee la Iglesia católica, sino qué hace con lo que posee. Esa, y no otra, es la verdadera medida de su riqueza.

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