Mientras el Gobierno presume avances económicos, los desastres naturales revelan la dura verdad de la desigualdad y el abandono social.
Por Alfredo Cruz Polanco
En todas las administraciones gubernamentales de nuestro país —y especialmente en la del presidente Luis Abinader Corona— se habla de manera insistente sobre el desarrollo y el crecimiento económico alcanzado por la República Dominicana.
Se asegura que la economía nacional figura entre las cinco más sólidas del Caribe; que la pobreza ha disminuido; que se ha logrado la tan mencionada seguridad alimentaria; y que el empleo, el ingreso per cápita, la salud pública y la seguridad social han mejorado de forma notable. A ello se suman los supuestos récords en la producción agrícola, pecuaria y en la construcción de viviendas.
Sin embargo, cada vez que el territorio nacional es golpeado por un huracán, una tormenta tropical o intensas lluvias, aflora con crudeza la otra cara de esa narrativa: la pobreza extrema y la vulnerabilidad de grandes sectores de la población. Miles de familias, marginadas por décadas y olvidadas por todos los gobiernos, quedan al descubierto, habitando en frágiles casuchas a orillas de ríos, cañadas y arroyos. Cuando las aguas se desbordan, lo pierden todo: sus pertenencias, sus viviendas y, en muchos casos, la esperanza.
Frente a esos episodios dantescos, se derrumba el discurso triunfalista de los funcionarios que defienden a capa y espada las cifras macroeconómicas. Es precisamente esta realidad social la que todo aspirante a la presidencia debe conocer con profundidad: el mapa de pobreza y vulnerabilidad de nuestras provincias y municipios. Más que hablar de desarrollo, deben presentar propuestas concretas para erradicar estos males estructurales y demostrar con hechos que su interés es servir y no servirse del Estado.
¿Dónde está, entonces, el tan proclamado crecimiento económico? Este se refleja únicamente en un pequeño sector empresarial y en los altos funcionarios del partido de gobierno. El verdadero desarrollo de una nación no se mide solo por su producto interno bruto ni por el ingreso per cápita —que muchas veces distorsiona la realidad—, sino por el bienestar humano, el acceso equitativo a la educación, la salud y la calidad de vida de sus ciudadanos.
Cada vez que ocurre una catástrofe natural, numerosos ministros aprovechan la ocasión para solicitar recursos públicos, amparados en la necesidad de atender las emergencias. En la práctica, lo que buscan es administrar esos fondos de manera discrecional, sin rendir cuentas, evadiendo los procesos de licitación y repitiendo el viejo patrón de enriquecimiento a costa de la miseria colectiva.
El país no puede seguir actuando de forma reactiva, esperando que las tragedias ocurran para socorrer a los afectados. Se requiere planificación, previsión y un presupuesto permanente destinado a la prevención y asistencia social. Es imperativo poner fin a la impunidad y establecer un régimen de consecuencias para quienes cometen actos de corrupción y desvían los recursos públicos.
Con una gestión honesta y eficiente, esos fondos podrían utilizarse para resolver los graves problemas sociales que afectan a los más vulnerables. Solo así podremos evitar que miles de dominicanos y dominicanas continúen sufriendo las inclemencias de los fenómenos naturales, víctimas no solo del clima, sino también del abandono y la indiferencia de las autoridades.





